Para considerar
el desarrollo de un feto dentro del vientre materno, asociado a la viabilidad
para su nacimiento se toman en cuenta las semanas de embarazo, que cuentan a
partir de la última menstruación que sea referida por la madre.
Un embarazo de
manera normal dura en promedio 40 semanas, con variación de dos semanas antes o
dos semanas después. Los bebés que nacen antes de completar las 37 semanas se
les identifican como prematuros, que requerirán de vigilancia especial para
comprobar que su funcionalidad orgánica sea eficiente y descartar que por
deficiencia de maduración de algún componente orgánico especial, se puedan
presentar problemas en los primeros días de vida.
Los bebés que
nacen antes de completarse las 28 semanas son considerados como prematuros
extremos. Representan un grupo de bebés que carecen de un desarrollo anatómico
y funcional normal, que constituyen una amenaza para lograr su vida. Son bebés
que necesariamente van a requerir de una atención médica especializada,
oportuna y eficiente, que cuente también con los medios físicos apropiados para
poder evitar el funcionamiento alterado y sus complicaciones de muchos órganos
que tardarán semanas en completar su función específica y sin estas
condiciones, fallecen.
En este tipo de
bebés es decisivo identificar su límite de viabilidad, que se define como el
grado mínimo de madurez fetal, que permita asegurar unas probabilidades
razonables de supervivencia, sin producir grave discapacidad fuera de la madre.
Esta interrupción
del embarazo a edades menores de 27 semanas, puede condicionarse por
enfermedades maternas, condiciones del embarazo, fetales o ambientales, siendo
estas circunstancias en su mayoría, desarrolladas con trabajo de parto
espontáneo; y en otras ocasiones, inducido cuando existe el riesgo de
mortalidad elevada para el binomio o en particular: para la madre. Su
prevención asocia la asistencia periódica adecuada a evaluaciones prenatales y
cumplimiento de las indicaciones médicas.
Todos los bebés
menores de 27 semanas de embarazo, carecen –proporcional a menor edad
gestacional- del desarrollo anatómico y funcional de órganos variados, que
están en condición mayoritaria de inmadurez, por lo que su posibilidad de vida,
complicaciones, secuelas y limitaciones posteriores siempre serán motivo de
controversia, entre la idealización de sus padres y/o familiares y las
posibilidades reales que existan en un ambiente de atención médica: a partir
del conocimiento, destrezas, capacidades y recursos materiales disponibles para
su mejor atención.
En forma general
estos bebés se caracterizan por tener un peso bajo (menor de un kg) y todos sus
sistemas orgánicos estar en etapa aún de diferenciación con poca probabilidad
de poder superar las condiciones a su nacimiento. Son bebés que al momento de
nacer requieren del proceso de reanimación, para evitar su muerte ante la
inmadurez respiratoria, neurológica y cardiovascular. Es a partir de este
momento que los aspectos éticos y morales inician sus conflictos para la continuidad
de atención.
Una vez superada
la reanimación al nacimiento, las prioridades deben valorarse de forma
anticipada por los grados variables de inmadurez orgánica. Se debe dar apoyo
respiratorio con equipos mecánicos automatizados, controlar su temperatura,
aporte de nutrientes con líquidos y electrolitos de forma cuidadosa, vigilancia
de función cardíaca y vascular con riesgo de alteraciones asociadas, prevención
y manejo de infecciones, aplicación de transfusiones, daños neurológicos por
alteraciones metabólicas (oxígeno, glucosa, productos de desecho, etc.) o
vasculares (oclusiones, hemorragias) y daño en retina que pueda causar ceguera
por citar de los más frecuentes e importantes.
La atención de
estos bebés requiere de la administración de medicamentos especiales mediante
dispositivos que permitan su infusión en cantidades mínimas y de forma
constante. Para mejorar la funcionalidad de sus pulmones, requieren que en sus
primeros movimientos respiratorios, se les aplique un medicamento que evita el
colapso de los espacios respiratorios más pequeños, a través de un tubo
colocado en su boca.
El desarrollo de
la tecnología en las unidades de terapia intensiva neonatales, aunada a la
formación de especialistas más competentes en su atención, ha influido a ir
obteniendo resultados admirables en la actualidad, que en tiempos anteriores
podrían no ameritar algún tipo de atención al momento de identificarlos con
prematurez extrema.
La alta morbimortalidad en este grupo de pacientes,
por un lado, y la incertidumbre respecto al pronóstico en casos concretos,
suponen una dificultad importante en la toma de decisiones. La atención al
recién nacido extremadamente prematuro y a su familia, es una situación clínica
compleja debido a la gran variabilidad individual con que se puede presentar cada
embarazo, así como a la enorme cantidad de factores biológicos, psicológicos, religiosos,
sociales, legales y económicos que pueden estar involucrados.
En nuestro
entorno cultural y sobre la base de estudios poblacionales amplios, suele
considerarse apropiado no ofrecer reanimación ni cuidados intensivos por debajo
de las 23 semanas o menores de 400g de peso, mientras que suele considerarse
obligado por encima de las 25. Existe una zona de mayor incertidumbre entre las
23-24 semanas, donde las expectativas y valores de los padres adquieren una
importancia especial en la toma de decisiones.
A fin de tener
una consideración sobre la forma como pueden evolucionar estos bebés, existe un
estudio realizado en un país de primer mundo que detalla el seguimiento
realizado a niños hasta seis años de edad, que tuvieron al nacimiento una edad
menor de 25 semanas. La supervivencia a su egreso hospitalario (luego de su
nacimiento) fue baja: 1% en los nacidos a las 22 semanas, 11% a las 23 semanas,
26% a las 24 semanas y 44% a las 25 semanas. Su condición de supervivencia sin
discapacidad a los seis años, establecen: ninguno en los nacidos a las 22
semanas. 1% a las 23 semanas, 3% a las 24 semanas y 8% a las 25 semanas.
Considerando estas cifras muy significativas para tomar en cuenta en otros
ambientes, ya que se trataron de bebés que tuvieron oportunidad de contar con
recursos humanos y materiales en calidad de excelencia.
El deber médico
de preservar la vida a toda costa, puede entrar en conflicto con el deber de
respetar otro valor no menos importante: la calidad de vida, y puede dar lugar
a una utilización exagerada de medios que no beneficiarán en última instancia
al paciente (obstinación terapéutica). En el otro extremo, establecer como
único objetivo la calidad de vida podría ser visto como una forma de
discriminación hacia los discapacitados y, en ocasiones, podría negar
asistencia a pacientes que finalmente no hubieran tenido un resultado tan malo
como el pronosticado.
Las expectativas
y las esperanzas de los padres deben ser cuidadosamente exploradas y comparadas
con los datos reales disponibles, ya que en ocasiones aquellas pueden estar
distorsionadas. En general, los padres son las personas idóneas para
decidir en nombre de sus hijos. Sin embargo, su incapacidad para determinar con
exactitud el pronóstico, la inestabilidad emocional propia de la situación e
incluso, en ocasiones, la existencia de intereses en conflicto, puede hacer que
un peso muy importante de la decisión sobre tratar o no tratar recaiga sobre el
equipo médico. En todo caso, el equipo debe evaluar la capacidad (o no) de los
padres para decidir en el mayor beneficio de sus hijos.
En relación con
el concepto de calidad de vida, no debe olvidarse que la elección en el caso
del recién nacido de riesgo no es entre una vida con déficit y una vida normal,
sino entre una vida con déficit y la ausencia de vida. Por tanto consideraremos
detenidamente la posibilidad de una vida feliz a pesar de cierto grado de
déficit o, dicho de otra manera, no consideraremos como sinónimo de vida infeliz
cualquier grado de déficit. Todo recién nacido aunque en extremo de viabilidad
amerita una oportunidad…
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