Es el
comportamiento anormal con alteraciones de conducta, como respuesta secundaria
a todo estímulo o evento grave, imprevisible, súbito, prolongado o crónico que
altera el equilibrio emocional y orgánico del niño o adolescente, sin
desarrollar un mecanismo de compensación por incapacidad, sobre-activación o
fatiga.
De forma
natural, nuestro cerebro está diseñado para detectar, procesar, almacenar,
percibir y actuar sobre la información del mundo externo e interno para
mantenernos con vida. Con este fin, nuestro cerebro tiene sistemas neuronales
organizados, todos trabajando en proceso continuo y dinámico de modulación,
regulación, compensación (con incremento o disminución) para controlar nuestra
respuesta orgánica adaptativa.
Conviene señalar
que el estrés forma parte del desarrollo durante la infancia, ya que durante la
adquisición de las diferentes funciones corporales, nuestro organismo se ve
expuesto a diferentes estímulos que lo retan, a desarrollar una condición que
la controle y lo estabilice para superar el reto que representa su presencia.
Como ejemplos podemos citar la relativa angustia que experimenta un niño para
obtener fines específicos, que le permiten desarrollar el lenguaje y la marcha;
las infecciones que estimulan el desarrollo inmunológico; la exploración del
ambiente que lo rodea, bajo la atención del familiar que lo supervisa permitirá
su identificación de forma adecuada.
En todas estas
respuestas notaremos que posterior al evento de reto, se consigue la sensación
o experiencia, que permite una respuesta secundaria y en especial equilibrio a
la estimulación emocional y orgánica (nerviosismo-tranquilidad, aumento de
frecuencia cardíaca y respiratoria-normalidad) e incluso pasar del miedo al
gusto (ej. resbaladillas).
Cada año en
cualquier lugar del mundo una proporción variable de la población infantil (las
estadísticas van de 10 hasta el 70%), experimentan algún suceso traumático
extremo. Estos incluyen accidentes automovilísticos, desastres naturales
(terremotos, huracanes, inundaciones, etc.), enfermedades potencialmente
mortales, abuso físico o sexual, violencia doméstica o social, procedimientos
médicos dolorosos (quemaduras, amputaciones, inyecciones, curaciones, etc.),
secuestros, muerte repentina o violenta de un familiar por citar los más
comunes; en donde cada niño o adolescente puede experimentar el evento,
presenciarlo o conocerlo de familiares o amigos cercanos, que le afectan de
forma negativa en su desarrollo emocional; y le originan, la evolución de un
problema neuropsiquiátrico de manifestaciones variables en su vida futura.
Cuando el
estímulo que actúa sobre nuestro cerebro, es una condición que lo lleva más
allá de su dinámica funcional normal, a ese estímulo se le puede considerar
como factor de estrés; que se le denomina como traumático, cuando se presenta
de forma súbita y de una intensidad exagerada o de forma repetitiva, alterando
el mecanismo de equilibrio emotivo o sensorial de forma inmediata o frecuente.
Al no existir la capacidad de adaptación y crear conductas anormales se
manifiesta como trastorno por estrés postraumático.
A la capacidad
de adaptarse positivamente a la adversidad, para superar este trastorno se le
conoce como resilencia, que parece estar relacionado con la inteligencia, la
capacidad para hablar sobre las experiencias personales, la capacidad para
comprender a los demás y la capacidad para buscar ayuda. Para su desarrollo
influyen factores genéticos, biológicos, cognitivos e interpersonales.
Este trastorno
tiene manifestaciones variables de angustia, depresión o de ansiedad, de
acuerdo a las condiciones particulares del evento traumático. Para ser
considerado su existencia, los niños mayores de seis años y/o los adolescentes,
debieron de estar en exposición a muerte
real o amenaza de muerte, lesiones graves o de violencia sexual; mientras que
los menores de seis años, tendrá como antecedente similar el haber sufrido la
experiencia traumática en forma directa, presenciando o por haber oído el
relato de su familiar o supervisor. Las alteraciones pueden variar, pero pueden
relacionar:
Pensamientos
invasivos del suceso: que se manifiesten como
trastornos del sueño o pesadillas, recuerdos recurrentes no deseados del
evento, actuar o sentir como si el suceso estuviera volviendo a ocurrir, angustia
y miedo al recordar el trauma, asustarse o ponerse muy nervioso cuando algo
desencadena los recuerdos del acontecimiento, y que el infante o adolescentes
pueda recrear con dolor lo sucedido en sus juegos o dibujos.
Evitar cualquier
cosa que recuerde el evento traumático: manifestado como evitar pensar o hablar
sobre el trauma, evitar las actividades, lugares o personas que relacionan
recuerdos del evento y/o incapacidad de recordar aspectos importantes de lo
sucedido.
Estado de ánimo
o pensamientos negativos desde el momento que ocurrió el suceso: inseguridad
manifiesta con preocupaciones y creencias continuas de desconfianza, a las
personas y situaciones sociales habituales, culpabilizarse a sí mismos como
responsables o influyentes en el evento adverso, ausencia de interés para
participar en sus actividades habituales, emociones de ira, vergüenza, miedo
secundarios al trauma, desapego y distanciamiento a otras personas, incapacidad
o dificultad para poder experimentar emociones positivas (felicidad,
satisfacción, cariño).
Sensaciones de
ansiedad o reacciones físicas de ansiedad prolongadas: como: dificultad para
conciliar el sueño y para mantenerlo, sobresaltos, estado constante o frecuente
de irritabilidad, enfado o malhumor. Problemas para prestar atención o poder
concentrarse en actividad escolar o laboral. Estar siempre al acecho de señales
de alarma o peligro.
Cualquiera de
estas alteraciones suele iniciar durante el primer mes tras producirse el
trauma, pero es posible que no se manifiesten hasta meses o incluso años
después. Deberá contar al menos con duración de un mes y no ser atribuido al
efecto de alguna sustancia o enfermedad orgánica específica.
Estos síntomas,
suelen proseguir durante años tras el suceso traumático y cerca de la mitad se
recuperan en 3 meses, algunos desarrollan un problema a largo plazo con una
personalidad postraumática, que incluye conductas impulsivas, abuso de
sustancias, agresión, trastornos de la alimentación, comportamiento sexual,
estado de ánimo lábil, enojo, ataques de pánico. y disociación. Los pacientes
con trastorno de estrés postraumático crónico tienen un mayor riesgo de ideación
suicida y mortalidad por suicidio. El trastorno de estrés postraumático crónico
se asocia a futuro con una discapacidad laboral, con un impacto similar al de
la depresión mayor.
Es muy probable
que esta alteración no sea detectada, cuando el interrogatorio no hace búsqueda
intencionada de algún evento traumático particular, en los antecedentes del
paciente. Es poco probable que el familiar establezca vínculo del evento
sucedido en tiempo variable, con las alteraciones secundarias posteriores. Así
el rendimiento escolar disminuido, el comportamiento aislado y falta de
comunicación sean catalogados como otros trastornos de conducta o deficiencias
orgánicas. Esa dificultad puede empeorar cuando los niños son evaluados varias
veces a lo largo de muchos años, por establecer un diagnóstico cada vez más
confuso, por permitir que el trastorno postraumático pueda evolucionar
generando así diferentes diagnósticos y tratamientos sin efecto apropiado.
En la
exploración del paciente no existen signos físicos específicos del trastorno,
pero se podrá sospechar un trastorno de estrés postraumático en el niño que
tiene demasiado miedo de ser tocado o abordado por el médico. No hay estudios
de laboratorio para apoyar esta alteración por lo que es conveniente la evaluación
con pruebas psicológicas y su tratamiento mediante terapia de apoyo individual
y familiar por esa especialidad.
Antes de iniciar
la terapia es necesario que los niños y adolescentes sientan seguridad, apoyo y
comprensión… pero en mayoría, sus familiares los perjudican haciéndoles
señalamientos de minimización o de invalidez que influyen a una atención
tardía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario