El miedo es la
reacción normal y adaptativa que experimentamos, cuando nos enfrentamos a
estímulos (situaciones, objetos y pensamientos) que implican algún peligro o
amenaza, teniendo el valor de supervivencia obvio. El miedo, como cualquier
emoción, se manifiesta en tres niveles o tipos de respuesta: expresiones
conductuales visibles, sentimientos o pensamientos subjetivos y cambios
fisiológicos acompañantes.
El miedo es una
condición que forma parte del desarrollo del individuo como un componente de
adaptación ante situaciones particulares y en la etapa
infantil supone un fenómeno universal y omnipresente en todas las culturas y
tiempos. Sin embargo, cuando este miedo es no funcional en la adaptación porque
no tiene causa real de peligro potencial o se sobrevaloran sus consecuencias,
el resultado es un enorme sufrimiento por parte del niño que lo padece y sus
padres, y altera en forma notoria las situaciones cotidianas (no puede dormir,
ir a la escuela, estar solo, etc.).
En relación con
el desarrollo de la vida del individuo, es natural que se vayan presentando
diferentes tipos de miedos, y se establece que en los primeros seis meses no se
tiene esa sensación.
En los primeros
meses de vida, el niño no responde con cautela ante estímulos novedosos pero si
responde con gritos y llanto alertando a la madre en búsqueda de protección
cuando tiene hambre, dolor, frio o recibe una estimulación violenta como ruidos
fuertes o ante la pérdida de apoyo. Es una reacción muy adaptativa ya que le
ayuda a sobrevivir ante posibles peligros.
De los 8 a los
12 meses el niño es capaz de reconocer y diferenciar los estímulos familiares
de los extraños y comienza a mostrar miedo a las personas desconocidas.
Cuando empieza a
caminar las respuestas de evitación se hacen más patentes al poder exteriorizar
el temor huyendo del estimulo atemorizante y corriendo al lado de su madre.
Durante los
primeros dos años de vida los temores van aumentando. El niño puede explorar su
entorno teniendo más probabilidades de encontrarse con situaciones peligrosas,
desde las caídas sin importancia, sufrir sustos de personas extrañas, percances
con animales como los perros, y también aprendiendo de la conducta de personas
cercanas los temores que le puedan infundir.
Se ha comprobado
que las niñas suelen tener más miedos que los niños, tanto en número como en
intensidad, y existen dos explicaciones a este hecho:
a)hipótesis
biológica: diferencía los papeles masculino y femenino en función de sus
características físicas. En los mamíferos superiores, los machos son
constitucionalmente más fuertes y están dotados mejor para la defensa y ataque
que las hembras.
b)hipótesis
sociocultural: las diferencias están determinadas por el rol social desempeñado
por cada sexo.
La educación
diferencial recibida en un entorno socio-cultural determinado marcará esas
diferencias. Las niñas tienen una permisividad mayor para exteriorizar los
sentimientos y emociones que los niños, aunque sientan lo mismo. Los
reforzadores y los castigos actuaran como modeladores de conducta conformando
las diferencias de sexo. Una niña temerosa, que llora ante una lagartija es
protegida por la madre, mientras el niño debe cazarla para echarla de la casa,
regañándole el padre si muestra algún signo de miedo.
Existe una
pequeña porción de miedos infantiles que persisten y continúan durante mucho
tiempo, llegando incluso hasta la edad adulta. Estos miedos son los denominados
trastornos de ansiedad, es decir cuando la respuesta de miedo es
desproporcionada, exagerada y acaba convirtiéndose en un problema para la
familia y el propio niño.
El miedo se
convierte en una fobia infantil cuando el comportamiento no resulta apropiado a
la situación: se evita el contacto en forma reiterada con el estimulo temido,
es irracional, fuera del control voluntario, intensamente desproporcionada la
respuesta de miedo, no corresponde a la edad o estadio evolutivo y dura largos
periodos de tiempo.
Llegando a este
punto, es necesario considerar que debemos hacer para afrontar todos estos
miedos que pueden llegar a convertirse en un problema.
Lo más eficaz es
mantener una actitud de serenidad y firmeza, evitando tanto sobreproteger como
abandonar a los niños ante sus miedos ya que en cualquiera de los dos extremos
lo más probable es que los miedos aumenten.
Es bueno que los
padres puedan poner ejemplos de miedos que ellos mismos hayan tenido de
pequeños y de cómo los superaron. También se puede recurrir a cuentos que hay
en el mercado sobre distintos miedos y como los protagonistas se enfrentan a
ellos así como a miedos que los niños hayan tenido de más pequeños y ya hayan
superado.
No reírse de los
miedos. No ridiculizar, amenazar, asustar aun mas ni castigar a los niños por
sus miedos. No solo no les ayuda sino que puede ser contraproducente.
Hay que
animarles a que se enfrenten a las situaciones temidas mostrándoles
satisfacción por sus logros y haciendo que se enorgullezcan de ellos.
Hay que
ayudarles a distinguir el sentimiento del miedo, de la existencia de un peligro
real, explicándoles esta diferencia. La repetición de estas explicaciones va a
permitirles poco a poco, ir haciendo suyos esos argumentos de modo que puedan
decírselos a sí mismos cuando tengan que enfrentarse a miedos en ausencia de
sus padres.
En caso de que
alguno de los padres tenga el mismo miedo que el niño (tormentas, animales...)
se recomienda no negarlo si lo pregunta e intentar servirle de modelo de
afrontamiento.
Evitar que los
niños vean películas o programas de contenidos o imágenes reales muy dramáticos
o atemorizantes.
En caso de que
los miedos sean desproporcionados, persistentes, comiencen a entorpecer la vida
cotidiana o el normal desarrollo del niño, y las soluciones intentadas por los
padres no den el resultado esperado, se hace necesario consultar con un
especialista en psicología o conducta infantil.